palabras azules

Los ojos descansan en la ventana infinita
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Un Rayo de Luz

Por Gilda Callejas

Me llamo Carmen. Quiero ser feliz. Tengo 24 años. Estuve en un Refugio huyendo de Miguel, el padre de mi niño. Hoy empiezo a vivir. Encontré el camino y lo recorro, a veces con temor, pero con seguridad. Sé lo que quiero. Aprendí a valorar. Crecí. Soy mejor persona. Soy una mujer.

Nací en Cuyutlán un pueblo costero del sureste de Colima. Vivíamos en una casita cerca de las salinas. Mi padre salinero, mi madre, se dedicaba al hogar. Ella nos enseñó muchas cosas, el valor de la familia a querernos, apoyarnos. Sufría mucho por el carácter de mi papá, se enojaba por cualquier cosa, peleaban todos los días. ¡Muy difícil! Crecí oyendo palabras duras en su boca: ¡Tú siempre igual, carne con chile y chile con carne! No sirves ni pa´cocinar… De él nunca recibí cariño: yo nací mujer. Era diferente con mis hermanos, hasta bastante afectuoso.


Unos días antes de mis quince, mi mamá falleció. Mi papá nos mandó a vivir a Ixtlahuacán con un tío -hermano de mi madre- que tenía una panadería. Tuve que hacerme cargo del hogar, ayudar a mis hermanos y estudiar. Cambié los chongos y vestidos de niña - así me vestía mi mamá- , y aprendí a cocinar, ordenar la casa, los quehaceres…

Quería estudiar para maestra y lo logré; pude entrar en la Facultad de Pedagogía, en Colima. Tenía tantos sueños… Quería llegar alto, y tener dinero para comprarlo todo: ropa, zapatos, camionetas, un rancho, el sol…

En las vacaciones de segundo semestre, conocí a Miguel. Era alto, de 1.80 metros, fisiculturista, moreno, me gustó muchísimo y cuando me lo presentaron quedé atrapada con su modo tan bonito. Era muy platicador. Vivió desde chico en Estado Unidos, por eso no estudió, creo tenía la primaria terminada. Llevaba poco tiempo en el pueblo. Empezamos nuestra relación rápidamente y salí embarazada.

 Daniel es mi ilusión, mi fuerza. Es lo que soy. Tiene los dientecitos de coco y los ojos vivos. Me ocupa completa, por él le echo ganas a las ganas. Me cambió la vida inmediatamente: dejé la facultad, regresé a la pizzería y me fui a vivir con Miguel a una casita muy humilde. Yo ganaba poco y él dejó un trabajo que tenía por Manzanillo.

A veces se me venía el mundo encima: tenía el peso del hogar y no ajustaba. Miguel se quejaba por la comida, como mi padre, en el mismo tono. En la pizzería yo tenía que mantener la sonrisa al público, platicar, atender al cliente. Por suerte, caigo bien, sonrío, soy sociable. Tengo ángel. Tuvimos discusiones muy violentas. Unas, porque me exigía que le cumpliera: “Eres mi mujer, me tienes que cumplir, a mí no me importa que estés cansada”; otras, porque yo me negaba a darle pizzas para él y sus amigos. Le explicaba que me costaban; yo tenía que pagar cada cosa que sacaba con mi dinero.

Miguel cambió mucho, constantemente me decían que lo veían "entrado" con los del barrio, metidos en la casa. Muchas veces encontré marihuana en sus bolsas. Miguel, qué estás haciendo -le decía- piensa en el niño, no hay dinero, te estás drogando, no conseguirás trabajo… Y venía una broncota con palabras que no quiero repetir, ofensas a mi cuerpo, a mi trabajo, humillaciones… y al rato me jalaba del cabello y me obligaba a tener sexo.

Yo no quería, no quería... pero no encontraba la forma de negarme. Callaba. Esperaba. Aguantaba. Miraba al techo inmóvil. Me mordía los labios por dentro hasta sangrar. No sé cómo empezó, ni cuándo pasó por primera vez. Todo duró mucho tiempo, más de dos años.

Son escenas que no me gusta recordar. A veces estoy en la cocina y me parece que viene, que abre la reja, empiezo a temblar, sé lo que me espera. Entra, me toma del cabello, me tira en la cama, me quita el pantalón, las pantaletas y órale... Después reacciono. Ya pasó. Estoy en otra vida y soy fuerte.

Daniel mi hijo, nació por cesárea. Yo no podía moverme en los primeros días. Veía que se acumulaba el montón de ropa por lavar, y a mi marido viendo tele. El niño era bien chillón, dormía poco… De verdad fue difícil.

Estaba convencida de que tenía que separarme de Miguel. Un día se lo planteo y me amenaza con quitarme al niño, se lo llevó todo un día. Antes, me había agarrado del cuello, casi me asfixiaba. Traté de recuperar al niño y me dio un golpe en la nuca, sentí mucho dolor. Volvieron en la noche. Me amenazó, es lo que haré si nos dejas.

Una amiga me sugirió que fuera al DIF y lo denunciara. No lo pensé dos veces. Hablé con el abogado y le conté del pi al pa todo lo que estaba pasando en casa: nos citaron.

La cita era en cuatro días. Parecía tranquilo cuando se lo dije. Salió y me cerró con llave. No regresó esa noche, ni en la siguiente. Al tercer día volvió. Yo estaba desesperada; si me encerraba otra vez no llegaría a la cita. No pude evitar llorar, me salían las lágrimas y lo escuchaba: Vas a estar encerrada hasta que entiendas que soy quien manda.

Y sí, entendí. Acepté todo, incluso que me violara otra vez. “Dile que no tenemos problemas económicos, que no te maltrato, que estamos bien, que son peleas de familia”. Acepté.

Ese viernes nos sentamos los dos frente al Licenciado. El niño quedó fuera. Lo primero que dije es que no iba a regresar a la casa, de ninguna manera. Y seguí, hablando de prisa, como si no se me aguantaran las palabras. Con temor, pues lo tenía junto a mí. Él nervioso me gritaba “¡mentirosa!” y me miraba con deseos de matarme.

Yo había salido de la casa con las actas de nacimiento y otros documentos de mi hijito y las mías. Iba vestida con pantalones deportivos y tennis. Al salir me trasladaron hacia un refugio de mujeres violentadas. Sentí alivio, Daniel a mi lado, dormía tranquilamente.

Pensé no me adaptaría a vivir en el refugio del Instituto Colimense de las Mujeres, Tendría que convivir con otras mujeres que como yo, sufrieron violencia intrafamiliar.

Muy pronto me incorporé a cursos de manualidades, estudios de desarrollo humano, terapias de grupo y no sé cuantas cosas. Pronto, la sensación de estar escondida se transformó en protegida. Nos orientaban, sobre nuestros derechos; las sesiones con las psicólogas y abogadas me sirvieron mucho.

Decidí salir del Refugio, porque tenía la seguridad de que podía hacer cosas por mí misma. Crucé el puente, salí adelante, la libré. Del padre mi hijo, no se ha sabido nada más.

Por suerte, no tengo miedo a la vida, porque la vida no se me arruinó, porque me le impongo. Soy valiente, entrona… Quiero hacer cosas, sacar provecho de lo que aprendí en el Refugio. Buscar un trabajo mejor. Estudiar contabilidad. Darle a mi hijo el amor y la felicidad, verlo crecer hombre de bien..

De lo vivido, me queda la experiencia. Si bien alguna vez fue obscura, hoy es rayo de luz.


Nota: Los datos personales de quien testimonia han sido alterados en beneficio de su seguridad
         Las fotos son de Gilda Callejas


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